miércoles, 21 de agosto de 2013

Un Stornaiolo

Cuadro de Luigi Stornaiolo

Veamos un Stornaiolo –desde la cornisa–
donde dos cuerpos desnudos se increpan pasión
sus dientes como ofrendas
senos en punta
las miradas ciegas
ciegas de lo común
escarbando en la lascivia.

Pongamos un Stornaiolo en el cual una mujer
atenaza al hombre con toda su energía
el talón de su pie izquierdo se dobla
hasta casi romperse
como el instante, como la puta vida
pasión de cabellos sueltos
de posesión y maldad
en un tenaz baile de sentidos.

Vino
bocas rojas
fulminantes
y un fondo verde
en la retina.

Digamos un Stornaiolo
gritémoslo con los ojos desorbitados
y una carcajada que golpee el vientre
de la irreal y sacrosanta “normalidad”
mientras un prodigioso trazo demiurgo
subyuga
la penumbra.

lunes, 19 de agosto de 2013

Acerca del No es dicha, por Luis Carlos Mussó

Si hablar, o para el caso que nos convoca más bien escribir, significa arremeter contra los límites del lenguaje, como se hace escuchar Wittgenstein, los movimientos que acomete el discurso lírico van en direcciones concéntricas y espirales que manifiestan esa doble dirección entre los riscos de la reflexión y las búsquedas particulares, que son las sintomáticas de ese discurso subversivo per se que es la literatura. La poética sería, si la viéramos en su revés, una palabra que escarba en la identidad colectiva al punto de confirmar la extranjería de que padecemos todos. Algo así como un movimiento que levanta (¿programa?) una propositiva diáspora de elementos desde su temática. En la palabra lírica desarrollamos, entonces, una alternativa de goce —a veces fallida— en que se fracturan las funciones del sujeto en su relación con el otro, con las cosas y con el universo. Leemos, sí, pero en realidad nos leemos en la superficie especular de las palabras. Más aún, la lectura se sumerge y se afinca en las connotaciones que subyacen. Consciente de esta problemática, y entre los plurales rostros de este país literario, emerge la voz de Juan Secaira con esta última entrega que profundiza cierta tópica que ya había dibujado en Construcción del vacío (Nueva York, Sarasvati, 2009). Así, las obsesiones de nuestro poeta en cuestión se dirigen hacia la ética, como espacio habitable, como el hogar de la tribu; obsesiones que caminan cojeando entre las planicies que permiten avizorar los empinados picos o las profundas simas del poemario. Quiero decir que hay un evidente tono tempestuoso, con mucho de desapacible, que le confiere al texto entero una violenta disidencia con respecto a una mirada tradicional y llana de la poesía. “[…] Ya / no hay patria ni ciudad ni nada cobijando miedos / reírse, / luego escupir, / inventar bromas”. La voz del yo poemático se fusiona entre otras voces, opta por descender de una posible posición de autoridad y más bien toma partido por formar parte del horizonte de voces otras. La tensión del juego a que hace mención el título del poemario es la misma que ensombrece una zona de coincidencia entre esas voces, donde nos incluimos como lectores espectadores, y la metamorfosea en un sobrecogedor acto de entendimiento: el dolor puede volcar su intensidad hacia las parcelas del goce estético. La representación del mundo, y su posterior apuntalamiento, se logran con los fragmentos y las astillas de la memoria, pero también con el silencio, que va paulatinamente contaminándose de resonancias, de ecos, de palabras en fin. Aquí un insecto puede ser pistón del engranaje del cuerpo humano. Aquí la condición de discontinuidad acerca al otro, y distancia del otro. El fragmento logra su objetivo de asimilarse como tangencial, pero en ese momento hace todo lo contrario, esto es, se refiere significativamente a un nosotros. La segmentación es el consecuente estadio del sujeto moderno, tras haberse configurado como uno de los fundamentos ideológicos de Occidente. Esta voz, la de estos poemas, sabe perfectamente que los significantes, en los asuntos de la poesía, hacen brotar el significado de las cosas —y no sucede al revés aunque lo queramos ver así—. No es dicha deviene otros estadios de esta sustancia que somos la multitud (¿recordamos cómo piensa W. Benjamin al destinatario del texto?) y que van eslabonando, a través de sus metáforas, una dilatada alegoría que cubre el libro: el dolor puede ser regodeo, puede ser áncora, o resuello. Los versos de este libro nos hacen admitir la importancia de la memoria de la piel y del espíritu, y a veces se muestran a favor y en contra de ella; con resonancias que parten de poemas y llegan a otros y viceversa. Así, la privación, lo residual, el despojo, tienen un especial espacio en No es dicha que la marchitez, como es el caso de “Vodka madre”: “Un vodka me susurra mejores palabras que la madre que nunca tuve / en el estrecho universo creado por mi precoz demencia”. Entonces, surgen los versículos como un registro de que la pretensión de aprehender los años del pretérito, como en “Salta la cuerda”, donde las aplicaciones metonímicas recalcan la impronta de la infancia, es un impulso latente, perpetuo y que aunque sabemos perdida la empresa, la emprendemos una y otra vez. Leyendo el poema citado, nos encontramos con la huella de una mirada a través de la broza, sea ésta la matrícula de los años o del pesar: “Los malditos saltan la cuerda / desde lejos, me ignoran / un guijarro, viruta, línea deforme”. La plástica mueve a estudiar la representación desde la perspectiva y aquí hay un importante aporte. Pensemos en ese “desde la cornisa” del primer verso, y es que si la cornisa es el lugar físico de enunciado del poema, notamos que se lee (se percibe) desde lo exterior. Se concibe la voz como (des)afectada y a la vez, paradójicamente, inmersa. No es gratuito, más bien decidor, que a mediados del libro aparezca “Insania”, a manera de bisagra. La enajenación mental, con una larga data de prejuicios y maldecires, reclama para la literatura la posición de una palabra fresca y contradictoria del poder. Una tabla con su debe y su haber nos vincula a una nómina de afectaciones: la enfermedad, las fracturas, la debilidad física que se nos presentan como interrupciones de la salud. De igual manera que la magia luce como un hiato en el discurso lógico de nuestra cotidianidad. A pesar de esto, parece que la consigna de “Encandilarse o sentir”, del poema “Una fracción el entorno” equivaldría a que el yo desdeña la parafernalia gratuita, en la que no logra perfilar un sentimiento real. El desprecio por sí mismo es también un desprecio por la palabra que emite la voz. Así, el maldecir de la poética que leemos en estos textos, se ajusta frente a la realidad y apunta los dardos de su crítica. La condición de marchito que pespunta el libro entero testimonia la incertidumbre. La propuesta que ha partido de lo grosero (en su acepción de áspero), llega al simbolismo de manipular tijeras; la voz se des (estructura) como síntoma de la descomposición de ese cuerpo que es el colectivo social. Pero hay que recordar que corpus (conjunto de poemas) también es cuerpo. Como cuerpo es el conjunto de órganos que componen a un solo individuo. El dolor, que ha configurado una línea que coagula tanto la sangre como la rememoración, deviene hilo conductor de un discurso que se sabe limítrofe con la ebriedad, desde un hilvanar la palabra a la usanza de una línea surrealista. Con No es dicha, Secaira se hace espacio en el panorama de la lírica nacional y nos hace partícipes de que las certezas son inexistentes, de que su terror ante el espectáculo del mundo es el mismo que nos acongoja a todos.