jueves, 9 de agosto de 2018

Medicina en la poesía y el dolor


Debo confesar que en mi caso la relación entre la Medicina y la Literatura ha sido decisiva e intensa.

Mi padre es médico y siempre soñó en que yo estudiara su carrera y me entregara a ella con la devoción, la generosidad y el talento que él ha demostrado a lo largo de su vida. Por esa razón, desde mi infancia, mi padre me compraba libros que tenían como protagonistas a médicos. Yo los leía con inusitado interés, más cuando me encantaba disfrutar de la soledad y la lectura.

Pero el asunto no quedó ahí. Cuando me gradué del colegio, inmediatamente me matricularon en la facultad de Medicina. Me dejé convencer y asistí. Al principio pensé dejarla a los pocos días, pero me fueron gustando algunas clases. Luego de dos semanas no había dónde poner un pie en aquellas aulas, repletas, con estudiantes de pie o sentados en el suelo. Setenta alumnos para una cátedra. Para los profesores ni siquiera éramos un número; simplemente veían una masa colorida de jóvenes y así nos trataban.

Llegué a hacer, con espuma flex, los trabajos manuales que representaban a las células, que debíamos presentarlos en maquetas. Todo eso resultaba incómodo y, con el tiempo, hasta risible. Tuve amigos, especialmente un grupo de jóvenes peruanos, con los que visitábamos los hospitales, la morgue y los bares de esa época.

Como mis padres trabajaron por años en un hospital, sentí la energía tan disímil de aquellos centros de salud, la bondad, la fe y el sentido mismo de la sanación y la enfermedad.

Pero sentirlas en carne propia es otra cuestión. De esa época me quedó el buen hábito de la curiosidad, al ver a tantos enfermos en aquellas salas frías, cuando el trato a los pacientes era muchísimo más humano y los hospitales no parecían cárceles, aunque el dolor siempre ha estado. Está. Y estará.
Y ya en la adolescencia comencé a emparentar a la Medicina con la lírica. Entonces descubrí con sobrecogimiento la obra de poetas y médicos ecuatorianos, verdaderos maestros, como Euler Granda y Eduardo Villacís Meythaler. Sus versos demuestran que la poesía es más que simplemente una recopilación de palabras, sino la inmensa probabilidad de aprehender la existencia —su naturaleza y extensión— desde el detalle sublime e inasible de la creación.
Precisamente, Villacís Meythaler, en uno de sus poemas, logra que converjan la sensación —ineludible, trágica, imposible de soslayar— de la muerte, con la poesía, la Medicina, la biografía, la belleza:
«No estoy del lado de nadie, / estoy de frente. / Déjame el uniforme blanco / que me lavó mi madre / con la espuma de muerte / que le tapó la boca, / que le mordió la cara. // Recuerda, alguna tarde, / esta sala de urgencias / de axilas y agonía, / de jadeo de cruz / y último apareamiento. / Alguna tarde, alguna, / después, toda la vida».

Blandiendo su vocación van el poeta y el médico por los caminos insondables del destino, sabiendo que el cariño anónimo y silencioso cobijará su acontecer, su obra.

Así, dándole la vuelta al destino, no llegué a ser médico, pero sí poeta; creo que lo he sido. Y, además, y, cómo no, en lugar de intentar sanar a los demás, como es el principio de la medicina, he sido uno de los más convencidos, consecuentes y constantes pacientes, enfermos, internados de este mundo. Paradoja. Como intentar que se entienda que no existe la movilidad del cuerpo, pero sí se siente dolor, porque este es inimitable, inacabable, hasta supremo y, por ello mismo, es posible vencerlo, tan solo, y ya es ganancia, en este minuto solo.

Tal destino también basta y sobra para seguir en la senda perdida del abandono que es la búsqueda de la felicidad cuando se oyen voces, y son, en definitiva, voces que te demuestran, aun en la aflicción, que no estás solo. Y eso ya es mucho más: un espacio, un vínculo, un círculo en el firmamento para creer.

En ocasiones los sueños escapan, pero se cumplen de otras maneras.