domingo, 16 de octubre de 2022

Ropa y lluvia

 

             Fotografía de Micaela Cáceres 

¿A qué sabe la tristeza?, ¿el enojo?, ¿el terror?

 

El azar será el que decrete o se manifieste en el punto exacto donde la aventura se plasma en el tiempo y deja de tener la emoción del inicio.

 

Ninguna pastilla se toma igual a otra, ninguna causa los mismos efectos, nunca. Cada una llega al cuerpo con sus propias decisiones, con la mezcla que nos envenena para curarnos o al revés.

 

Lo puro no existe.

 

Tragar, aguardar, moverse mínimamente para maximizar los efectos. Esperar que llegue lo consabido, pero teñirlo de sorpresa, de asombro. ¿Esto es la vida?

 

Descubrir el mundo todavía es posible.

 

La esperanza es la bola de nieve que frente al sol amortigua el golpe.

 

La lluvia enfría, pero también resguarda y me acerca a la infancia: al cuarto donde luchaba con muñecos de acero, con canciones en otro idioma, con páginas de revistas dobladas, antiguas, descoloridas.

 

Hace mucho que no me subo a un bus; por obvias razones. Una vez, cuando era adolescente, me caí de uno y me lastimé las rodillas. Era de noche, rápidamente me levanté y, como pude, llegué a la esquina, me senté; a tropezones caminé las dos cuadras que faltaban para llegar a casa. Me alegré cuando me abrieron la puerta, estaba oscuro, nadie vio mi sangre. Me encerré en mi cuarto, dejé que el calor de la emotividad cesará, me quedé dormido.

 

¿La vida también es esa sangre?, ¿esos descuidos?, la desafiante y ciega inercia de la juventud.

 

No tengo noticias de las personas más cercanas, pero sí de alguien que no había visto desde hacía veinte años. Y volvemos a charlar como si nada. La volatilidad de las relaciones, la trampa del tiempo que el tiempo distribuye en un juego de naipes nuevos con viejos números; los números de un pasado atento y movedizo.

 

Mi ropa está mojada, y sí, me siento solo. A veces.

 

Recibo ofrecimientos cada tanto, la mayoría no pasan de ser lo que son. Nada más.

 

No comprendo el recelo, la desilusión, el embate de las palabras en el trance de un segundo. De dos. De tres.

 

Antes, cuando salía de las citas médicas, me sentía despojado, vacío, inerte, zombi, claustrofóbico de mi propio cuerpo, atónito, cansado.

 

Los doctores de aquella época solían señalarme con sus dedos, agredirme con el ceño fruncido de su inoperancia, rayar en una receta las más disímiles combinaciones para ver si así me tranquilizaba, me dejaba de doler, de joder.

 

Bajaba en el ascensor, caminaba unos pasos, me sentaba afuera, intentaba ordenar el desorden en mi cabeza, me dirigía a un lugar más seguro, al centro donde podía explayarme.

 

Con el tiempo, comencé a cuestionar a los galenos, a pedirles explicaciones, a abogar por mi vida, por mi presente. Transcurrieron años hasta que llegué a otros doctores, con una visión distinta. Enseguida me hicieron los exámenes, tomografías, resonancias magnéticas, los estudios que correspondían.

Me trataron con concentración y constancia, fui asimilando el proceso, ya no me sentí tan solo, ya la sensación de hastío dio paso a una impresión neutral, más llevadera al menos.

 

Necesito encontrarme, no en respuestas médicas ni científicas, tampoco en discursos generales que nada dicen; necesito hallar algo, me imagino que está por ahí, jugueteando en el imaginario de mis deseos, un Aleph, aunque sea roto, una metáfora, un gesto, una confidencia, un refugio.

 

El granizo rompe el techo de zinc y el sonido me aturde; no reacciono. Cierro los ojos, me concentro en la lejanía, en la montaña a la cual ascendí una vez; veo a mis hijos corretear felices, sus palabras armonizan con el aguacero. Me siento desecho, pero contento.

 

Escribo con la mano izquierda, ejerciendo mi derecho a hacerlo.

 

A no justificarme ni dar explicaciones que busquen esa aceptación tan cruel que vive en el desinterés.

 

Los últimos días han nacido con el agotamiento en sus raíces; cuando aquello sucede, no me opongo. Sé que después, en algún fragmento del día, aparecerá la vitalidad, vestida de lila y saltando frente a mí; en lugar de sostenerla, la miro y la masacre que corre por mis venas, baja la intensidad, y soy capaz de bailar, de entregarme al amor, de soltarme.

 

La belleza se asemeja a la sobrevivencia en una habitación gris.

 

Estoy empapado y contento. Dichoso y sin esmero. Ni cautivo ni truhan.

 

El agua cristalina y su sonido se entrelazan y sacuden el cuarto, retumba el viento y las gotas marcan las ventanas en huellas suturales.

 

Entreabro los ojos. Me reclino en el sillón. La sala se va llenando de agua, que parece el cobijo de las nubes o la neblina que sale de los hospitales enigmáticamente densos.

 

No avanzo a moverme más que para palpar mi ropa: la lluvia no deja de gustarme.

 

viernes, 7 de octubre de 2022

MOTRICIDAD


En 1595 se inventó la silla de ruedas, su autor se desconoce, y fue realizada para un rey. Mas, esta condición tiene su propio reino, el apego a unas interrogantes que crecen cada día, forjadas en la piel desnuda, desprendida, irreconocible.

¿Alguna ocasión se reconoció la piel, la carne, en su totalidad? O solo fue funcional al acto de mover un cuerpo, de respirar, de alimentarse, de estar en el mundo sin profundizar, sin tanto trámite.

Una silla, más rústica, fue creada por los sumerios, en el año 4.500 A. c.

Los humanos siempre se han dado modos para sobrellevar su realidad; también, claro, han sido hábiles para lo contrario, para destruirse en guerras tremendas. He ahí la contradictoria y fatigosa historia, pulida por el brillo y la decepción que colman y despliegan la aridez en los círculos geográficos, biológicos, anímicos.

En la mañana suelo ceder y levantarme como un aviso importante de que estoy vivo. He dormido unas cuantas horas; en la madrugada, un invisible golpe en mi costado derecho provoca que me despierte sobresaltado y que me levante y me lamente ante el dolor insoportable. He resistido cuanto he podido. El territorio del dolor no es un privilegio ni un aliciente. Es un marco cruel de una fotografía descolorida no solo por el tiempo.

Aunque observe de reojo a mi enfermedad, ella lo hace atentamente y sin perderse un segundo, traza con su filo el dibujo donde me desvanezco. Voy desvaneciéndome en etapas ligadas a otras etapas, en un rompecabezas de sucesiones y neuronas.

El cuerpo, sus partes, se funden con la angustia en una expresión gigantesca y, a la vez, silenciosa e inexplicable. Qué le digo al doctor que me atiende en estos momentos. Cómo le explico cuánto me duele. Él mira mi cara y ella contesta por mí. Dimensionar lo que ocurre sería como desechar el misterio detrás de una obra humana, una obra de arte, un invento. Desterrar la ilusión de poder estar bien, a ratos, sería la manifestación fúnebre de un final.

El dolor de aquella madrugada se encuentra en el espacio de los no recuerdos, en la historia clínica, en las palabras del doctor: “la enfermedad sigue su curso degenerativo; podemos frenar su velocidad, no su camino”.

Entiendo lo que me dice, pero no me someto a ser un sujeto pasivo, no quiero serlo, no me anima ver mis huellas como un pasado inerte.

Si los recursos son limitados, por lo menos y por lo más, son todavía impresiones válidas, realidades que también merecen su espacio.

Y, sí, ayer se me cayó de la mano la cajita de colores que llevaba al cuarto para seguir pintando. No sentí el percance sino cuando vi los lápices en el suelo, rodando a discreción, algunos debajo de la cama, otros detrás de la puerta.

La cotidianidad se concibe según un patrón que no puedo respetar, pues me convertiría en un mueble o en una estatua si lo hiciese. Tengo que moverme, tengo que buscar, hurgar, vivir, seguir, aunque el trayecto sea inestable.

Plasmar en el espacio la palabra que subvierta y sugiera. Que atenace y suelte para salir disparada a otro lugar.

Freno mi silla de ruedas con mi mano izquierda, la que me sirve aún, de forma violenta, el automóvil pasa a toda velocidad. Si no lo habría hecho, me hubiera impactado contra él, en condiciones fatales. El amigo que empujaba mi silla también se asusta, afirma que los carros deben frenar cuando nos ven, que nosotros tenemos que educarlos, y que no ponga así mi mano en la rueda porque es peligroso. Pienso que más peligroso hubiese sido chocar con el automóvil. Pienso que lo único que quiero es llegar a mi casa. Siento que él cree que mi silla de ruedas es poderosa, mágica, santa, y que todos nos deben abrir paso. No es así.

No digo nada y seguimos el trayecto, al margen hay algo que no se entiende, qué se siente ser llevado por alguien en una silla de ruedas, de qué manera se ven las cosas desde ahí. Son tantas sensaciones, la secuencia luce tenaz, en cierto modo, paralizante.

Surgen dudas, pero no ha llegado todavía el momento de rendirse; solo se trata de una experiencia más, de algo que sucedió y se debe mejorar para que no vuelva a sorprendernos.

Jugarse la vida cada día posee mucho de irreverencia, de travesura, de rebeldía. No me quejo. Tampoco puedo controlar nada. Y eso me gusta.

Ser una nave a la deriva con tantas cosas dentro. Y ver que las personas se acercan y me miran a los ojos, se interesan, cubren mis días con la frescura pintada en los rostros, con la alegría del instante sin manchas ni dogmas que traben la aventura de permanecer en este mar, así, encaramado en lo más alto, reinando mi propio naufragio en la íntima hazaña a pleamar.

Muchos pacientes le han puesto otro nombre a esta enfermedad, para aliviar su contundencia; nombres de personas o de algo que nada tuviese que ver. Prefiero nombrarla a secas, con las tres letras que la mayoría de personas conoce por un desafío que se hizo hace años, en el cual los famosos se lanzaban agua con hielo, y apoyaban con fondos. Es lo que se sufre, lo compruebo cada día: un tremendo chapuzón de agua helada, lanzado con violencia y haciendo que el cuerpo se quede inmóvil y asustado. Sí, asustado, frío, impactado.

En ciertos momentos soy consciente de que llevo en mi cuerpo la magnitud de un daño que jamás pedí ni causé. Luego hago como si nada y sigo el itinerario que voy boceteando y tachando con mi motricidad.