Por
Juan Secaira
Un
retrato como la posibilidad de la reconstitución de un estado. Eva y su cabello
de tonos cafés, prendido a una cabeza totalmente blanca en el virtuosismo del
lápiz para dibujar una cara de mentón afilado, delgada, de mirada clara, de
venas al costado derecho, de cejas pobladas y una mosca entrando a su boca.
El
color celeste de su blusa y lo intenso del cabello contrastan con la lividez de
la fisonomía de la mujer y con el fragmento de color en su ojo izquierdo. Piel
viva, rojiza, morada y un ojo celeste que parece desafiarnos o decirnos algo.
Un
secreto, una especie de ser sublime que amenaza a despellejarse gracias a la
mosca, al insecto que rompe el rostro, que transforma su seriedad en silencio,
en una secuencia del pasado, o de un futuro reflejado en una mirada.
Así,
la observación cobra sentido en este cuadro enigmático, retrato de dos seres
harto distintos pero que se complementan; la cara habita a la mosca o al revés,
en un destello del surrealismo que buscaba la transformación del cuadro
mediante la yuxtaposición de elementos disímiles.
1979
reza la inscripción, un largo trecho, o quizá un instante, de perpetua labor pictórica,
de pintar y crear como la única salvedad de la vida. Un camino sinuoso y a la
vez afianzado en las obras, en donde se recapitula acerca de la condición
humana desde una perspectiva integral, basada en un recogimiento de la
tradición más la impronta individual del artista, que como demiurgo hurga en la
memoria para sacar una imagen e imaginarla después, concentrándose solamente en
ella, en este caso en la construcción de Eva y la mosca, olvidándose de
cualquier pretensión extrapictórica.
La
genialidad para entrampar una porción de tiempo.
El
acto artístico en donde se plasma un universo fundacional y desprovisto de los
limitantes de un discurso seudoexplicativo. La capacidad para “pintar nomás”,
pero hacerlo poniendo en ello un conocimiento que rebasa, ilumina, subyuga y
subvierte.
Luigi
Stornaiolo es un maestro, no solo de la pintura sino de la vida —comunión
estrecha e indisoluble— por eso prefiere renegar de los discursos yoístas y de
la retórica insustancial, saltando al abismo en donde su obra vive,
atravesando, junto a su creador, el tránsito nimio de la existencia.