El mercado Santa
Clara está a unas cuadras de mi casa.
Voy, piño a piño,
paso a paso,
con el apuro de
la pausa,
de bajar y subir
con sigilo.
El bullicio me
gusta,
me emparenta con
el barrio.
Caserito, dicen
las jóvenes vendedoras.
Caserita,
respondo.
Busco lo que he
venido a comprar.
Alfalfa para la conejita
que salta y
disfruta con nosotros
desde hace un
mes.
Gestos de
contradicción.
La calle es así,
a veces nos pega
en el rostro con violencia;
a veces, con magnanimidad.
Cruzo el mercado,
con una mano
llevo la bolsa de compras;
me siento
adolorido.
Vengo solo, pero
no estoy solo;
diferencia
atribuida a los sentimientos
que pululan como
avispas,
como abejorros,
como luciérnagas.
El aleteo de las
palabras es leve,
son vuelos
atentos,
reproducidos,
particulares.
Veo uniformados
y me cambio de
vereda.
Mi camuflaje no
uniforma
ni pretende
hacerlo.
Tampoco pienso en
por qué
no razono
acerca de mi
enfermedad,
porque eso sería
ya razonar;
algo que no
quiero hacer.
Suelto, no me
conceptualizo,
paso la avenida,
llena de huecos y
desgastes.
Llego a mi
destino,
a través de la
ventana principal
no me veo.
No.