viernes, 7 de octubre de 2022

MOTRICIDAD


En 1595 se inventó la silla de ruedas, su autor se desconoce, y fue realizada para un rey. Mas, esta condición tiene su propio reino, el apego a unas interrogantes que crecen cada día, forjadas en la piel desnuda, desprendida, irreconocible.

¿Alguna ocasión se reconoció la piel, la carne, en su totalidad? O solo fue funcional al acto de mover un cuerpo, de respirar, de alimentarse, de estar en el mundo sin profundizar, sin tanto trámite.

Una silla, más rústica, fue creada por los sumerios, en el año 4.500 A. c.

Los humanos siempre se han dado modos para sobrellevar su realidad; también, claro, han sido hábiles para lo contrario, para destruirse en guerras tremendas. He ahí la contradictoria y fatigosa historia, pulida por el brillo y la decepción que colman y despliegan la aridez en los círculos geográficos, biológicos, anímicos.

En la mañana suelo ceder y levantarme como un aviso importante de que estoy vivo. He dormido unas cuantas horas; en la madrugada, un invisible golpe en mi costado derecho provoca que me despierte sobresaltado y que me levante y me lamente ante el dolor insoportable. He resistido cuanto he podido. El territorio del dolor no es un privilegio ni un aliciente. Es un marco cruel de una fotografía descolorida no solo por el tiempo.

Aunque observe de reojo a mi enfermedad, ella lo hace atentamente y sin perderse un segundo, traza con su filo el dibujo donde me desvanezco. Voy desvaneciéndome en etapas ligadas a otras etapas, en un rompecabezas de sucesiones y neuronas.

El cuerpo, sus partes, se funden con la angustia en una expresión gigantesca y, a la vez, silenciosa e inexplicable. Qué le digo al doctor que me atiende en estos momentos. Cómo le explico cuánto me duele. Él mira mi cara y ella contesta por mí. Dimensionar lo que ocurre sería como desechar el misterio detrás de una obra humana, una obra de arte, un invento. Desterrar la ilusión de poder estar bien, a ratos, sería la manifestación fúnebre de un final.

El dolor de aquella madrugada se encuentra en el espacio de los no recuerdos, en la historia clínica, en las palabras del doctor: “la enfermedad sigue su curso degenerativo; podemos frenar su velocidad, no su camino”.

Entiendo lo que me dice, pero no me someto a ser un sujeto pasivo, no quiero serlo, no me anima ver mis huellas como un pasado inerte.

Si los recursos son limitados, por lo menos y por lo más, son todavía impresiones válidas, realidades que también merecen su espacio.

Y, sí, ayer se me cayó de la mano la cajita de colores que llevaba al cuarto para seguir pintando. No sentí el percance sino cuando vi los lápices en el suelo, rodando a discreción, algunos debajo de la cama, otros detrás de la puerta.

La cotidianidad se concibe según un patrón que no puedo respetar, pues me convertiría en un mueble o en una estatua si lo hiciese. Tengo que moverme, tengo que buscar, hurgar, vivir, seguir, aunque el trayecto sea inestable.

Plasmar en el espacio la palabra que subvierta y sugiera. Que atenace y suelte para salir disparada a otro lugar.

Freno mi silla de ruedas con mi mano izquierda, la que me sirve aún, de forma violenta, el automóvil pasa a toda velocidad. Si no lo habría hecho, me hubiera impactado contra él, en condiciones fatales. El amigo que empujaba mi silla también se asusta, afirma que los carros deben frenar cuando nos ven, que nosotros tenemos que educarlos, y que no ponga así mi mano en la rueda porque es peligroso. Pienso que más peligroso hubiese sido chocar con el automóvil. Pienso que lo único que quiero es llegar a mi casa. Siento que él cree que mi silla de ruedas es poderosa, mágica, santa, y que todos nos deben abrir paso. No es así.

No digo nada y seguimos el trayecto, al margen hay algo que no se entiende, qué se siente ser llevado por alguien en una silla de ruedas, de qué manera se ven las cosas desde ahí. Son tantas sensaciones, la secuencia luce tenaz, en cierto modo, paralizante.

Surgen dudas, pero no ha llegado todavía el momento de rendirse; solo se trata de una experiencia más, de algo que sucedió y se debe mejorar para que no vuelva a sorprendernos.

Jugarse la vida cada día posee mucho de irreverencia, de travesura, de rebeldía. No me quejo. Tampoco puedo controlar nada. Y eso me gusta.

Ser una nave a la deriva con tantas cosas dentro. Y ver que las personas se acercan y me miran a los ojos, se interesan, cubren mis días con la frescura pintada en los rostros, con la alegría del instante sin manchas ni dogmas que traben la aventura de permanecer en este mar, así, encaramado en lo más alto, reinando mi propio naufragio en la íntima hazaña a pleamar.

Muchos pacientes le han puesto otro nombre a esta enfermedad, para aliviar su contundencia; nombres de personas o de algo que nada tuviese que ver. Prefiero nombrarla a secas, con las tres letras que la mayoría de personas conoce por un desafío que se hizo hace años, en el cual los famosos se lanzaban agua con hielo, y apoyaban con fondos. Es lo que se sufre, lo compruebo cada día: un tremendo chapuzón de agua helada, lanzado con violencia y haciendo que el cuerpo se quede inmóvil y asustado. Sí, asustado, frío, impactado.

En ciertos momentos soy consciente de que llevo en mi cuerpo la magnitud de un daño que jamás pedí ni causé. Luego hago como si nada y sigo el itinerario que voy boceteando y tachando con mi motricidad.

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