Fotografía de Micaela Cáceres
¿A qué sabe la tristeza?, ¿el enojo?,
¿el terror?
El azar será el que decrete o se manifieste
en el punto exacto donde la aventura se plasma en el tiempo y deja de tener la
emoción del inicio.
Ninguna pastilla se toma igual a otra,
ninguna causa los mismos efectos, nunca. Cada una llega al cuerpo con sus
propias decisiones, con la mezcla que nos envenena para curarnos o al revés.
Lo puro no existe.
Tragar, aguardar, moverse mínimamente
para maximizar los efectos. Esperar que llegue lo consabido, pero teñirlo de
sorpresa, de asombro. ¿Esto es la vida?
Descubrir el mundo todavía es posible.
La esperanza es la bola de nieve que
frente al sol amortigua el golpe.
La lluvia enfría, pero también resguarda
y me acerca a la infancia: al cuarto donde luchaba con muñecos de acero, con
canciones en otro idioma, con páginas de revistas dobladas, antiguas,
descoloridas.
Hace mucho que no me subo a un bus; por
obvias razones. Una vez, cuando era adolescente, me caí de uno y me lastimé las
rodillas. Era de noche, rápidamente me levanté y, como pude, llegué a la
esquina, me senté; a tropezones caminé las dos cuadras que faltaban para llegar
a casa. Me alegré cuando me abrieron la puerta, estaba oscuro, nadie vio mi
sangre. Me encerré en mi cuarto, dejé que el calor de la emotividad cesará, me
quedé dormido.
¿La vida también es esa sangre?, ¿esos
descuidos?, la desafiante y ciega inercia de la juventud.
No tengo noticias de las personas más
cercanas, pero sí de alguien que no había visto desde hacía veinte años. Y
volvemos a charlar como si nada. La volatilidad de las relaciones, la trampa
del tiempo que el tiempo distribuye en un juego de naipes nuevos con viejos
números; los números de un pasado atento y movedizo.
Mi ropa está mojada, y sí, me siento
solo. A veces.
Recibo ofrecimientos cada tanto, la
mayoría no pasan de ser lo que son. Nada más.
No comprendo el recelo, la desilusión,
el embate de las palabras en el trance de un segundo. De dos. De tres.
Antes, cuando salía de las citas
médicas, me sentía despojado, vacío, inerte, zombi, claustrofóbico de mi propio
cuerpo, atónito, cansado.
Los doctores de aquella época solían
señalarme con sus dedos, agredirme con el ceño fruncido de su inoperancia,
rayar en una receta las más disímiles combinaciones para ver si así me
tranquilizaba, me dejaba de doler, de joder.
Bajaba en el ascensor, caminaba unos
pasos, me sentaba afuera, intentaba ordenar el desorden en mi cabeza, me
dirigía a un lugar más seguro, al centro donde podía explayarme.
Con el tiempo, comencé a cuestionar a
los galenos, a pedirles explicaciones, a abogar por mi vida, por mi presente.
Transcurrieron años hasta que llegué a otros doctores, con una visión distinta.
Enseguida me hicieron los exámenes, tomografías, resonancias magnéticas, los estudios
que correspondían.
Me trataron con concentración y
constancia, fui asimilando el proceso, ya no me sentí tan solo, ya la sensación
de hastío dio paso a una impresión neutral, más llevadera al menos.
Necesito encontrarme, no en respuestas
médicas ni científicas, tampoco en discursos generales que nada dicen; necesito
hallar algo, me imagino que está por ahí, jugueteando en el imaginario de mis
deseos, un Aleph, aunque sea roto, una metáfora, un gesto, una confidencia, un
refugio.
El granizo rompe el techo de zinc y el
sonido me aturde; no reacciono. Cierro los ojos, me concentro en la lejanía, en
la montaña a la cual ascendí una vez; veo a mis hijos corretear felices, sus
palabras armonizan con el aguacero. Me siento desecho, pero contento.
Escribo con la mano izquierda,
ejerciendo mi derecho a hacerlo.
A no justificarme ni dar explicaciones
que busquen esa aceptación tan cruel que vive en el desinterés.
Los últimos días han nacido con el
agotamiento en sus raíces; cuando aquello sucede, no me opongo. Sé que después,
en algún fragmento del día, aparecerá la vitalidad, vestida de lila y saltando
frente a mí; en lugar de sostenerla, la miro y la masacre que corre por mis
venas, baja la intensidad, y soy capaz de bailar, de entregarme al amor, de
soltarme.
La belleza se asemeja a la sobrevivencia
en una habitación gris.
Estoy empapado y contento. Dichoso y sin
esmero. Ni cautivo ni truhan.
El agua cristalina y su sonido se
entrelazan y sacuden el cuarto, retumba el viento y las gotas marcan las
ventanas en huellas suturales.
Entreabro los ojos. Me reclino en el
sillón. La sala se va llenando de agua, que parece el cobijo de las nubes o la
neblina que sale de los hospitales enigmáticamente densos.
No avanzo a moverme más que para palpar
mi ropa: la lluvia no deja de gustarme.
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