miércoles, 5 de junio de 2013

Eva o el inicio de una mirada

                                          Eva, témpera y lápiz, papel, 60 x 50, 1979.




Por Juan Secaira

Un retrato como la posibilidad de la reconstitución de un estado. Eva y su cabello de tonos cafés, prendido a una cabeza totalmente blanca en el virtuosismo del lápiz para dibujar una cara de mentón afilado, delgada, de mirada clara, de venas al costado derecho, de cejas pobladas y una mosca entrando a su boca.

El color celeste de su blusa y lo intenso del cabello contrastan con la lividez de la fisonomía de la mujer y con el fragmento de color en su ojo izquierdo. Piel viva, rojiza, morada y un ojo celeste que parece desafiarnos o decirnos algo.

Un secreto, una especie de ser sublime que amenaza a despellejarse gracias a la mosca, al insecto que rompe el rostro, que transforma su seriedad en silencio, en una secuencia del pasado, o de un futuro reflejado en una mirada.

Así, la observación cobra sentido en este cuadro enigmático, retrato de dos seres harto distintos pero que se complementan; la cara habita a la mosca o al revés, en un destello del surrealismo que buscaba la transformación del cuadro mediante la yuxtaposición de elementos disímiles.

1979 reza la inscripción, un largo trecho, o quizá un instante, de perpetua labor pictórica, de pintar y crear como la única salvedad de la vida. Un camino sinuoso y a la vez afianzado en las obras, en donde se recapitula acerca de la condición humana desde una perspectiva integral, basada en un recogimiento de la tradición más la impronta individual del artista, que como demiurgo hurga en la memoria para sacar una imagen e imaginarla después, concentrándose solamente en ella, en este caso en la construcción de Eva y la mosca, olvidándose de cualquier pretensión extrapictórica.

La genialidad para entrampar una porción de tiempo.

El acto artístico en donde se plasma un universo fundacional y desprovisto de los limitantes de un discurso seudoexplicativo. La capacidad para “pintar nomás”, pero hacerlo poniendo en ello un conocimiento que rebasa, ilumina, subyuga y subvierte.

Luigi Stornaiolo es un maestro, no solo de la pintura sino de la vida —comunión estrecha e indisoluble— por eso prefiere renegar de los discursos yoístas y de la retórica insustancial, saltando al abismo en donde su obra vive, atravesando, junto a su creador, el tránsito nimio de la existencia.




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