Por Damián de la Torre
Antes de sumergirse en una obra, de leerla, de interaccionar con ella, es necesario,
por lo menos para mí, tratar de acercarme a su autor. ¿Qué decir de Juan
Secaira Velástegui? Jugando un poco con los títulos de sus poemarios, podría
decirse, tal vez, que es un Sujeto de ida
que ha concebido una poesía tan tierna como violenta, tan lúcida como
delirante, que sana pero que contagia a la vez, sobre todo cuando el poeta nos
salpica con el fluido que emana desde su Ribera
de Cristal. Un poeta que, una vez leído, nos enseña que No es dicha el que nos privemos de
leerlo.
Ribera de Cristal. Ya desde el título el
poeta evoca a la fragilidad, pero entiéndase a ésta no como pura blandura o
inconsistencia, sino como la toma de consciencia de que la palabra no es una
especie en peligro de extensión. ¿O acaso la poesía no es la construcción y la
destrucción del lenguaje? Esta inquisición es lo que nos planteará no solo en
este poemario Secaira, sino en toda su obra. Una interrogante que sacude, trasgresora,
que a ratos llega como un puñetazo capaz de no conformarse en partirnos la
mandíbula, sino también el alma: “Dios es la poesía donde se extraña el reino./
La poesía es el reino donde se extraña a dios” (Travesía). Pero que también llega como una caricia, con tacto inconmensurable:
“Tarde cuando la hija toma la mano del padre/ para así demostrarle su afecto en
silencio y risas” (Triste).
Ribera de Cristal se divide en cuatro
partes, las mismas que se constituyen en una unidad metafórica del devenir del
ciclo vital: nacer, crecer, reproducirse… ¿Y la muerte? La muerte es una sombra
que convive cada día con nosotros, una hoz que se extiende en nuestros pies
cual espuelas y que nos acompaña en cada paso que damos, dejando una huella tan
patética como irónica: “A diferencia de otros poemas en este/ primero muere el
hijo./Riberas de cristal./ Decir ejemplo es poco/ decir manos extendidas
algarabía apoyo amor/aprender de él a vivir con pasión lo propio sin/ demagogia
ni recetas baratas”. (Ribera de Cristal).
Secaira parte del origen y el origen se representa con el padre, imagen
primigenia que forjará un eslabón donde la risa se funde con el llanto, donde
los suspiros le toman la posta a la risa, donde la enfermedad es tratada con
dignidad y sin victimizaciones. El poeta, sin encasillarse en la poesía mística,
dará un protagonismo a Dios en sus versos, justamente, para robustecer esa idea
de origen, que se bambolea entre la duda y la fe. En enero de este año,
mientras conversaba con Juan, él me expresó: “Imagina a un doctor
que no puede curarle al hijo. Esa es la relación entre mi padre y yo, pero no
lo pongo como un drama: la poesía trasciende a uno mismo”. Estas palabras
cobran sentido desde la primera página del poemario, donde el poeta nos
enfrenta con la trascendencia de su poesía: “Padre jamás ha probado un trago/
me los dejó todos a mí/ girando/ en la memoria de una deidad irónica./ Padre/
intentó curarme/ desde el principio/ estoy enfermo también de poesía”.
Después aparecerá el hijo como una contraposición de equilibrio. Un salto
donde lo íntimo florece hacia el exterior, donde la memoria se manifiesta sin
reservas gracias a la mirada aguda de Secaira, a su observación profunda que
permite que la palabra se convierta en un espejo, en una ribera cristalina,
donde podemos acercar nuestro rostro para reconocernos. Secaira nos regala la
posibilidad de la alteridad debido a que nos enfrenta con lo cotidiano,
territorio donde emergen esas interrogantes que sacuden habitualmente nuestro
pensamiento para enfrentarnos con nosotros mismo y la otredad. Muestra de esto
es su poema Escuela, que dedica a su
hijo Juan Alexander y con el que inicia la segunda parte de su libro: “La
escuela de mi hijo es enorme y bulliciosa/ no sé qué hago ahí./ Sus amigos
juegan con mi barba con mi cabello/ hacen preguntas./ Intento responder./
Huyo./ En la tarde mi hijo/ me dice que le he caído bien a sus amigos/ han
dicho que sus padres no son como yo/ ni siquiera intento pensar si eso es un
halago/ o qué/ trato de ponerme de pie/ es suficiente”.
El equilibrio sigue emergiendo y se consolida una vez que, sobre la balanza
de la palabra, se coloca al fuego y al agua, dos elementos contrarios pero que,
como el propio Juan señala, purifican. Sus hijas, sus gemelas, Laura y Cristel,
son sus musas también y continuarán soldando la cadena poética que Secaira
propone. Fuego: “Conmueve el hecho de
la vida/ de saberla franca y gozando sus días./ Hay descontrol oculto en esa
experiencia./ Lápices de colores pasos de baile y una voz/ cantando./ Acercarse
a la posibilidad porque de la muerte no se puede escribir sin caer en
suposiciones./ Sin embargo algo brilla donde la luz se une con el/ último
escalón”. Agua: “La finitud es como
un hilo imposible de cortar/ sin el permiso de alguien./ Una autoridad revierte
lo dicho y lo hecho/ los transforma en olvido./ Ninguna naturaleza dispuesta a
rocas y hastíos/ será considerada ni prendada./ Desde el momento del primer
suspiro/ batas blancas premura del ser/ ya los cortes estaban dados y
otorgados/ ya los ojos eran propiedad de una mirada”.
Querido Juan, como ya lo expuse en otro texto luego de
conversar contigo acerca de tu obra, una neuritis te declaró la guerra y has
perdido ‘batallas’ en las canchas de fútbol, entre las redes del vóley y en las
piscinas: el dolor no le da tregua al exceso físico. Pero por suerte, la guerra
frente al vacío de una página en blanco –que es mucho más fuerte- no la
perdiste. Con papel y lápiz en mano trabajas duro para disparar versos que nos
atraviesan y que se incrustan con fuerza en quien te lee. Sé que crees en el
azar, yo también. Porque una mañana cayó en mis manos tu poemario No es dicha, y desde ahí he tenido la
dicha de conocerte. Espero que el público se anime a dialogar contigo y que no
solo camine por la Ribera de Cristal, sino
que se zambulla por completo en tu palabra.
Damián de la Torre leyendo, yo escuchando agradecido, Bibliorecreo, 25 de abril de 2015, maravilloso público, inolvidable tarde.
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