Un costado se toma el cuerpo:
dividido en dos vivir como uno
Por Alicia Ortega Caicedo
Los poemas reunidos en La mitad opuesta bien pueden ser leídos
como huella/testimonio de un cuerpo que interpela al lector en el dolor. Juan
Secaira trabaja la escritura desde el cuerpo, escribe con su cuerpo: traza en
sus versos la evidencia del dolor, del síntoma, de una memoria corporal que
pone en escena el devenir de una enfermedad: pérdida del tacto, atrofia,
“parestesias / neuropatía periférica / pelados cables / neuralgia del trigémino
/ descargas eléctricas / dolor” (“Cura”). El itinerario de esa sintomatología
fragmenta el cuerpo y amplifica sus partes: “Estos poemas fueron escritos / con
la mano menos hábil” (“Un trazo”). Observa Juan Antonio Ramírez, en Corpus solus, que en la retórica del
cuerpo un fragmento puede designar la totalidad orgánica. En esta línea de
reflexión convergen experiencias artísticas y distintas formas de saberes
especializados (derivados, por poner unos pocos ejemplos, de la medicina, la
arqueología, la iconografía religiosa), que trabajan la parcelación del cuerpo
y prácticas de mutilación, como instancias de producción de conocimiento y formas
de representación humana a lo largo de la historia. Ramírez advierte que no
solo los detalles anatómicos hablan de un cuerpo fragmentado, sino que también
el cuerpo del deseo es un cuerpo fragmentado: “Al amante le perturban las
axilas, los labios, el cuello, los ojos, las manos, o cualquier otro detalle de
la persona amada. La primera concepción de nuestro ser es también parcial, y
solo en el estadio infantil del espejo, si hemos de creer a Lacan, podemos
alcanzar, como reflejo, una visión totalizadora del cuerpo”.[1]
Podemos acotar y sugerir que esa visión totalizadora de nosotros mismos está
más cerca de la ilusión de certeza —que
nos provee nuestra imagen reflejada en el espejo y el nombre propio que nos
precede— antes que de una
realidad articulada alrededor de un yo múltiple y en devenir constante. El
poeta así lo sabe: “Maldita enfermedad prohíbe el movimiento / un costado se
toma el cuerpo / dividido en dos vivir como uno” (Secaira, “Neural”). También
dice: “recorre el antebrazo con un aleteo” (“Necio”), y nosotros, sus lectores,
podemos reconocer en ese aleteo el pulso de su escritura, cuando la mano
derecha se ha ido, en sus palabras, de huelga: “Me he quedado zurdo / de buenas
a primeras” (“Zurdo”). Se trata de una escritura que propositivamente nos
interpela en su carga testimonial: “Si te aburre leer esto / imagínate vivirlo
cada día” (“Zurdo”).
Un “cuerpo raro” encarna la
escritura (“raro” en tanto su dolor y parálisis de un costado lo alejan de los
estereotipos del cuerpo ideal y canónico, y lo aproximan a uno diferente, en
“mutación”). Las manos del poeta se desprenden de la totalidad carnal y puntúan
un movimiento diferente del organismo, radicalmente otro, un movimiento/atrofia
que imprime la percepción de rareza que, a su vez, rarifica la escritura: “los
cimientos del cuerpo en unas extremidades que no dan más / para colmo una mano
va contagiando a la otra en marchas constantes” (“Salvo”). Los versos de Juan
Secaira se construyen alrededor de una sinécdoque corporal que trenza, a pesar
de la enfermedad y el dolor, las intensidades de la vida con la escritura: “Los
doctores advierten que se debe cuidar el corazón / parecen un tratado de
filosofía esas palabras […] / las manos sobre el humo son una figura válida
para este asunto de la salud y la estancia […] / los dedos se suceden en brizna
de una infancia modificada” (“Manos sobre humo”). El poemario aborda justamente
“este asunto de la salud y la estancia” en la apuesta por una escritura que
muestra las costuras del cuerpo, pero también, y, sobre todo, su experiencia
vital que se enciende en el preciso acto de “unirse humo y mano”: allí en donde
coinciden diversas formas de la materia vibrante. En el poemario dialoga la
memoria corporal con aquella depositada en el álbum de familia: el padre que
sonríe a su hijo mientras sostiene el brazo enfermo para que salga bien en la
fotografía es una imagen poética que pone en movimiento muchas formas de ver y
de hacer frente a la ausencia de una cura que no llega: “un galpón / cajas
vacías / mi hijo y la broma de que yo salga a la calle” (“Ver”), o la compañía
de la hija que fortalece la estancia: “corazones que laten en conjunto /
entonces la hija siente el laberinto de citas médicas de su padre / y ofrece
acompañarlo / uno enferma / dos sanan / hasta la locura” (“Neural”). Ese uno
que enferma y dos que sanan entretejen los hilos de una comunidad de afecto y
cuidado. Una comunidad que acoge al cuerpo dividido en dos aunque viva como
uno. Una comunidad en donde también “uno sana /
dos enferman / hasta la cordura”
(“Neural”).
Por eso el poeta recuerda:
“cinco pelotas hemos pateado con mi hijo a las casas vecinas / habitadas por el
abandono / hemos recuperado tres / eso es ganancia / el juego sigue” (Santa
diosa”). Elige nombrar a “Tatiana”, en tributo de amor, antes que a “los
nombres finales de esta enfermedad / epílogo maldito de tanto dolor”
(“Tatiana”).
“Con las manos enfermas” repite el poeta
no sentado a la espera, sino sentado a la vida en la escritura, como gesto que
testimonia los afectos, la presencia y el cuidado de los suyos. Los afectos que
tejen los hilos de una comunidad allí en donde la enfermedad parece definirse
como el “vacío entre el tiempo y el sonido de las cosas” (“Siniestra”). Un
vacío que busca llenarse de imágenes, recuerdos, partes de un cuerpo que se
piensa/se siente/se escucha en el golpeteo cotidiano de los síntomas. Esos
síntomas que producen un estado de alerta en la escucha y atención al decir del
cuerpo. Un estado de alerta como lugar de enunciación, cercano al estado de
esas escrituras que Josefina Ludmer califica como “literaturas postautónomas”:
escrituras de lo real (que cruzan el testimonio, la autobiografía, el diario
íntimo, entre otros registros posibles). “[Mi punto de partida es / éste. /
Estas escrituras no / admiten lecturas literarias; esto / quiere decir que no
se sabe / o no importa / si son o no son / literatura. / Y tampoco se sabe / o
no importa / si son realidad o ficción. / Se instalan localmente / y en una
realidad / cotidiana para ‘fabricar / presente’ / ese / es precisamente su
sentido.]”.[2]
Este es
el texto de Josefina Ludmer con el que Cristina Rivera Garza abre su poemario La imaginación pública, que trata sobre
las enfermedades sufridas por su cuerpo durante un año. “La mayoría de las
cuestiones del cuerpo se encuentran explicadas en un manual”,[3]
expresa la escritora mexicana. Frente al decir de esos manuales, u otros
espacios de divulgación científica o canales de producción de conocimiento, se
erige la voz poética, para volver a Juan Secaira, en el esfuerzo por traducir
una experiencia de intensidad corporal en palabras: allí refulge la fuerza del
acontecimiento —la
enfermedad— como corte e
interrupción del continuum temporal,
como entretiempo y derivas dictadas por la “política del cuerpo”: “La zurda se
desenvuelve con alguna gracia / que todo consuelo se transforme en vino o
abrazo / abundante carencia de los extremos la política del cuerpo […] / nunca
haberse preguntado / qué mismo es el dolor pese a sentirlo y resentirlo / en
cierto grado ese corte es poesía” (Secaira, “Política del cuerpo”).
Es el cuerpo fragmentado la instancia que
traza su política de escritura, la localiza y desde allí, en palabras de
Ludmer, “fabrica presente”, construye preguntas en la carrera por hacer
coincidir el hoy de la escritura con el de su lectura. Es también la voz que
habla debilitada “por la dictadura del cuerpo”. Secaira hace hablar al cuerpo,
para convertirlo, al decir del filósofo Jean-Luc Nancy, en horizonte del
acontecimiento, cuyo dolor se hace corte y poesía: el dolor como bisturí de las
palabras, de los sintagmas, de los versos: “No tenemos un cuerpo, sino que
somos un cuerpo”.[4] Se trata
de la experiencia de traducir el dolor corporal en la escritura como
posibilidad de restituir el sentido de la vida y en la vida: “(nadie sabe lo
que me he demorado en escribir vida)” (“Rigor”). En la enfermedad se reinventa
el lenguaje: “Recuperar las fracturas del cuerpo / de su lenguaje suprimido y
leve” (“Cuerpo”). Anclado en el escenario de lo real, de la experiencia del cuerpo
del escriba, el poemario incorpora la relatoría de una trayectoria, la
trayectoria y derivas de la enfermedad padecida: “En 2010 comenzaron los
problemas de salud / que han llevado a un permanente deterioro / doloroso y
degenerativo / en la motricidad del cuerpo / complicado además por una afección
cardiaca” (“El mal”). El referente del poemario interroga la enfermedad —ese “gran monstruo blanco / que
come cuerpos y también nimiedades” (“Goleador”)—, perfora la escritura —“aunque el dolor perfore el cuerpo” (“Madera húmeda”)—, restituye al cuerpo su
memoria.
La enfermedad provoca nuevos itinerarios,
recorridos y localizaciones, en el desplazamiento cotidiano del cuerpo:
hospitales, tratamientos, fechas, citas médicas, falta de dinero,
especialistas, doctores y chamanes, recetas, “olor a bosque y pastillas”,
dictámenes, diagnósticos e historial clínico, registran “el espacio de la
violencia diaria”, pero también diseñan un nuevo mapa familiar: “la hermandad
nace en la experiencia transitada” (“Marea y destierro”), nos recuerda el
poeta. Así también: “Apremios y reuniones no para curar / para prohibir
cualquier palabra / acerca de la dolencia” (“Familiar”). La enfermedad también
resitúa la relación con el lenguaje, los vínculos entre las palabras y su referente:
la dolencia cotidiana, tan visible, tan audible, no admite sin embargo ser
nombrada porque, lo sabemos, la tautología empobrece y vuelve inútil la
acumulación reiterativa: “se augura magia desde un brazo muerto / naufragios de
tendones / soles donde la luz impera y borra lo imborrable” (“Familiar”). La mitad opuesta está hecha de una
escritura invadida por el cuerpo, de uno que padece —que interroga la naturaleza del mal (“pero qué es el
mal”), el origen del mal—,
que se piensa en la sobrevivencia “extra humano / casi humano”.
Juan Secaira trabaja una escritura que
escucha su pulso y medita el acertijo encapsulado en la enfermedad, en los
registros del cuadro clínico: “La enfermedad no es una competencia / sino un
acertijo / a ras del cielo” (“Trueque”). En esa hermandad que nace de la
experiencia compartida es posible para el poeta/paciente/doliente/buscador
cargar con “costales / y costales de esperanza”. La fe para el poeta no reside
ni en los médicos, ni en los manuales, ni en el saber de la ciencia, sino en la
palabra y en la cercanía de los suyos: “una fe todavía en la palabra salva /
incluso sin sanar” (“Mariposa”). La enfermedad arrasa con el velo de ilusión
que rodea eso que solemos reconocer como realidad: en la certeza del dolor, el
cuerpo, “sin un costado”, se sabe y reinventa su propio lenguaje: “A veces
estoy más ido / tal vez sea la enfermedad / la medicina / la poesía / o las
tres” (“Tres”).
[1] Juan Antonio Ramírez. Corpus solus. Para un mapa del cuerpo en el
arte contemporáneo. Madrid: Siruela, 1998, p. 208.
[2] Josefina Ludmer. Literaturas postautónomas, en Cristina
Rivera Garza. La imaginación pública. México
DF: Conaculta, 2015, p. 7.
[3] Cristina Rivera Garza, “Hay una
rodilla en todo esto”, Ibíd., p. 55.
[4] Jean-Luc Nancy, Corpus. Madrid: Arena Libros, 2003.
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