Confieso ser extremadamente vulnerable ante el pedido de presentar
un libro de poesía. Empiezo a divagar, a dispersarme en el enmarañado bosque
del lenguaje, ineludible para comenzar la labor de escritura. Más cuando ese
pedido viene de un poeta que admiro y aprecio, y que con sus textos me reafirma
en la necesidad de entrar como una iniciada en los secretos más intangibles del
ser humano, y por lo tanto, los más recónditos de su espíritu. Materia de la
que está hecho el poemario “Sujeto de ida” de Juan Secaira.
Confieso, que ya había quedado deslumbrada con su libro “No es
dicha”, y ahora al enfrentar “Sujeto de ida”, desde su título, la imagen de portada
que re-matiza y da más fuerza al objeto, los epígrafes, hasta el último de sus
textos, no me queda la menor duda que el poeta padece en cada poema. En Juan
ese padecimiento es el movimiento que, desde su interior, proyecta la palabra a
su máximo sentido, de tal forma que los enlaces encabalgan un sentimiento
primigenio que el lector recibe inmediatamente no como vanidad, sino como
exorcismo.
Con el binomio existencia-dolor como hilo conductor, “Sujeto de
ida”, comienza con una especie de despedida-símbolo, para recobrar el tiempo
vivido haciendo uso de la memoria afectiva del poeta, y que es el detonante en
cada uno de sus textos mediante aquellas preguntas que no tienen respuestas,
pero que construyen certeramente una vida que debe continuar tras el dolor, un
viaje sin retorno sumergido en su conciencia. Me enfrentaba entonces ante un
poemario de agudas aristas, donde la concepción de la poesía se enlaza con una
fuerte y valiente defensa de la vida.
Cito: “Así ha sido esta enfermedad sin nombre. ¤ Así, sin preguntar ni pedir permiso. ¤ Pocos saben lo que es tener un brazo muerto ¤ La existencia nos lleva ¤ víctimas no somos ¤ solo
extraños”. De esta manera la voz del poeta me hizo calar en sus versos como el
frío o la humedad en los huesos, en su roce diario con la vida hecha de
fricciones, limaduras dolorosas, rozaduras de la piel. Pidiéndome que entrara a
ese espacio, donde el vacío no es la nada, sino la acumulación, el
abigarramiento, la superposición de las trampas.
A medida que iba leyendo estos textos que no me pertenecían, los
iba haciendo míos, y en ese centro que me reflejaba el autor, definía el corpus
de cada poema, su poder de expresión, la fecundidad de su signo: “Sacrilegios
de la memoria, asir el nombre, el cuerpo, el gemido, la extremaunción ¤ latido, veneno, ron en la mesa ¤ la oscuridad del huerto sembrado por dos cruces”. Exposición
metafórica de búsqueda que implica la experimentación, el proceso, y el no
crear límites a la evolución en la voz del poeta. Allí donde asume una postura
fatídica ante sus versos, y en la relación con su lugar frente a la proyección
de su mundo.
Sus confesiones se me iban desgranando poco a poco, y suelta
aquello sin más: “Vanagloriarse, peor, de conquistas, de triunfos, de amores,
de preludios ¤ de noches en donde el sexo se convierte ¤ aupado por las máscaras que recorren la piel.” Cada texto como la
comunión permanente con el acto creador, donde el autor, sin permitirse
desviaciones o fantasiosidad ligera que lo induzcan a escribir para complacer
algo o a alguien, halla en la necesidad de comprensión de su realidad, lo
palpable; y en esa aprehensión, nos conduce por un camino de imágenes y
símbolos que nos traducen lo que va fermentándose en lo sucesivo de sus días y
noches, como: “Permanecer estático porque las piernas no dan ¤ ceremonia de vértigo por dentro. ¤ Paulatina exactitud caótica ¤ en el miedo del equilibrio que falla por acumulación.”
Circunstancias repletas de elementos crípticos que nos provocan un tono
constante de resentimiento, de lucha, una batalla que el poeta debe librar a
cada instante. Mezcla equilibrada entre sensación, expresión y comunicación; y
entre esos conceptos, aparece el más desconcertante de todos sus hallazgos: el
viaje de ida. Sentencia estremecedora para resistir en su altar del yo-sujeto
bajo la tutela de un dolor que no cambia de rumbo, y que se le atrinchera como
un maleficio. De ella no hace voto por la pena, la causa eximente, libertad que
se encumbra cuando se sobrevive al desdén y la desidia.
Juan Secaira y Liyanis González Padrón.
Y desde la otra arista, Juan, con una voracidad profanadora, nos
advierte: “La redención es inútil, germen de capillas semivacías. ¤ Ático de las imploraciones. ¤ El confín donde se esconde dios”. Lenguaje condensado en el hecho
poético para mostrarnos al hombre sin rúbricas ni ceremonias, dispuesto a
sajarse en el purgatorio. Ejercicio para soportar la existencia, la tonsura
ante el cuestionamiento de la fe muerta, replanteo de intersticios cuando alude
a: “Sujeto convertido en obituario químico desplazado al rincón de las
telarañas ¤ pelusa ¤ moho”, para trashumar, adherirse a
lo inevitable: su concesión, su abstinencia.
La poesía de Juan trasciende lo doméstico sin ser domesticada,
transita la casa, recorre el itinerario preestablecido por la cotidianidad, a
ratos paternal como un arrullo lírico a los hijos, al padre, al abuelo. Es allí
donde los duros bordes de su realidad se difuminan en momentos en que sus
versos se vuelven luminosos y visionarios. Tras ese deslumbramiento desfilan
las calles de su ciudad, los bares, la cancha de futbol, los campanarios.
Indagación existencial que a lo largo de todo el poemario va creciendo,
haciéndose más evidente; retorna, raspa, busca y anega.
Discurso no construido desde el artificio, la pirueta, el arabesco
estéril, sino desde el riesgo y la desnudez. “Tensar el arco, cavar la tumba,
aguantar el cielo ¤ La flecha escoria la tierra húmeda ¤ Va el humo al mismo incierto lugar que la añoranza.” Experiencia
de vida lacerante que se concentra y se agota en el propio acto de la escritura.
Complicidad con la que el poeta pasa, se detiene y mira, se asoma, se entromete
y atisba en el lienzo del texto.
Juan Secaira es un poeta de energías. Su voz es aquella que no
sopesa su propio idioma, sino que lo decanta, lo recrea, lo vivifica, y muestra
de ello es este libro “Sujeto de ida”, táctil, vivencial, que habla de la
coexistencia con lo doloroso que implica el vivir, que nos aumenta las
interrogantes como vertientes abrasadoras, en donde su esencia imbrica
connotaciones de una poesía surgida por el padecimiento. Un autobombardeo en la
mesa donde proyecta tanta sensibilidad, un haber atmosférico interior,
semántico, descarnante.
Al final se impone el recuento, la memoria. No hay culpables,
tampoco la enfermedad, solo si existiera la ingenuidad humana ante la creencia
de lo imperecedero, antes del golpe final, antes de que se produzca la epifanía
de la existencia breve. Porque es frase certera, y Juan lo sabe, que “El hombre
ha de sufrir siempre los días que conquista.”
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